Una esperanza para la Iglesia

No sé bien en qué tono escribir esta columna porque más que una propuesta teológica o eclesial (que sí lo es) es la expresión de una visión de la realidad, o mejor, de una experiencia de la realidad. 

Empecemos entonces por la palabra laico y su significado. Laico significa, “el que no pertenece a ninguna religión”, o “el que no ha recibido ninguna de las órdenes religiosas”. Para efectos prácticos, en la Iglesia Católica laico significa el pueblo de Dios, el pueblo raso, en que no pertenece al clero sino que tiene por objetivo, misión y lugar de habitación, el mundo. Son, o mejor, deben ser, “los que están en el mundo pero no son del mundo”. Sin embargo es necesario entender que este “pueblo de Dios” no lo es en el sentido popular de la  palabra. Es decir, este pueblo de Dios está constituido (en especial en los países Católicos) de personas que tienen una preparación importante en los distintos ordenes del saber y acontecer humano pero que, por su condición de laicos, son abandonados por la Iglesia. No se les forma, no se les enseña, no se les organiza para entender su misión ni su ministerio bautismal. Así, se pierde la inmensa mayoría de los recursos humanos de la iglesia concentrándose esta con enorme exclusividad en lo que llamamos vocaciones sacerdotales. Pero, ¿qué función cumplen estas vocaciones si no tienen claridad de su misión en la Iglesia? En términos generales se limitan a una función fundamental pero que pierde fuerza e intensidad ante la falta de formación espiritual de los laicos:  la liturgia. Por ignorancia o por falta de formación, por falta de interés o de muchas otras razones el clero deja a un lado la fundamental promoción y organización del “pueblo de Dios”, los laicos. 

Por eso nuestra propuesta se concentra precisamente aquí: en el despertar de los laicos a su misión bautismal. A lograr que los laicos asuman su misión eclesial en su triple dimensión bautismal como sacerdotes, profetas y reyes (Apoc 1, 6-8). Sacerdotes porque presentan el pueblo ante Dios, profetas porque llevan la palabra de Dios, es decir, porque es Dios quien anuncia y denuncia a través de ellos,  en nombre de Dios, y reyes porque guían, apacientan y dirigen el rebaño, ese pueblo de Sacerdotes y profetas. Pero este despertar del ministerio de los laicos no puede reñir ni competir con los ministerios ordenados sino que, al contrario, debe estar unido, concatenado con ellos como cabezas de la Iglesia. Entonces la función de los ministerios ordenados tiene fundamentalmente una doble dimensión: la misión litúrgica en la administración de los sacramentos pero no en menor dimensión y la misión presbiteral como cabezas de la comunidad. 

Son los laicos quienes están llamados a ser profetas en el mundo, no solo con el ejemplo (que sí, por supuesto), sino con la palabra (2Ti 4,2) y la enseñanza de su fe (Ef 4, 11), dando razón al mundo de su esperanza (1Pd 3,15), y todo esto no solo implica una profunda formación bíblica, teológica y eclesial, sino una organización comunitaria que acoja, enseñe y guíe a los conversos. En eso debe convertirse la Iglesia, en una comunidad de comunidades fraternales, en una familia de familias.

Estadísticamente el pueblo de Dios en la Iglesia (los laicos) esta conformado de la siguiente manera: de un total de 100 bautizados cerca de un 30 por ciento asiste a misa con regularidad. De ese 30% un diez por ciento se vincula de alguna forma a la Iglesia (parroquia, bien sea asistiendo a los distintos grupos, de iniciación, formación, catequesis, acción social u otros que existan en cada parroquia, y de ese 10% otro diez por ciento buscan desarrollar un ministerio de algún orden dentro de la Iglesia, terminando como lectores, ministros extraordinarios de la Eucaristía, o acomodadores en la misa, catequistas que preparan a quienes hacen la Primera Comunión y la Confirmación. Pongámoslo en cifras: de una parroquia de diez mil bautizados asisten a misa con regularidad tres o cuatro mil; de esos tres mil alrededor de cien asisten o participan en otras actividades de la Parroquia y, finalmente, alrededor de veinte conforman ministerios de distinto orden, pero aún estos a duras penas se conocen de nombre. No hay unión ni fraternidad. Es decir, de un universo de diez mil, 20 conforman de alguna forma algo que podríamos llamar Comunidad Parroquial. Un 0,2% cuando la meta debe ser el 100%, más la necesidad de llegar a quienes no creen (Mt 28, 19-20). Y esta, el anuncio del evangelio a quienes no lo conocen, es una función fundamental de todos los cristianos y, en el mundo, especialmente de los laicos. 

Un panorama bastante pobre y una labor que parece descomunal, en especial porque el peso recae casi en totalidad sobre UNA persona: el cura párroco. Así, dentro de la estructura actual, para  el clero la solución consiste en que haya más vocaciones sacerdotales. Sin embargo, la contundencia de las cifras nos dice que es prácticamente imposible lograr una cantidad de sacerdotes suficientes para atender las población actual, creciente mientras la Iglesia disminuye, y cada vez más desencaminada (en especial la juventud, el mundo futuro). 

Miremos. Un sacerdote podría atender litúrgicamente un máximo de población de, ¿cuántas personas? Tres eucaristías el Domingo más una el sábado con un promedio de 400 personas en cada una, da un total de 1600 personas. En Bogotá hay alrededor de 700 párrocos para una población de 7.8 millones de personas hoy. Esto querría decir un sacerdote por cada 11,142 personas. Para tener una atención eucarística adecuada se necesitaría un aumento de vocaciones del  quinientos por ciento. Es decir, cerca de cinco mil sacerdotes en Bogotá. Cinco veces lo que hay actualmente, y esto sin contar con que la población sigue aumentando mientras las vocaciones sacerdotales disminuyen. Pero si miramos desde el punto de vista de el sacramento de la reconciliación el panorama es mucho peor. Y si miramos el de la necesaria guía y enseñanza personal y espiritual es peor aún . La realidad es que un sacerdote podría atender debidamente quizás unos cuarenta fieles. Esto querría decir que para Bogota se necesitarían del orden de 195 mil sacerdotes. Esto ya es absurdo. No, la solución tiene que estar en otra parte si no queremos que la Iglesia se siga reduciendo a pasos agigantados como está ocurriendo hasta hoy. 

Entonces la pregunta la deberíamos dirigir al Señor y por tanto a la escritura: ¿cómo quiere El Señor que sea nuestra participación en la Iglesia? ¿Cuál es la forma que Dios quiere dar a la Iglesia de hoy? 

Comencemos por mirar el significado de la palabra Iglesia. La palabra Iglesia viene del latín ecclesía, que significa reunión. La reunión de los discípulos. Pero esto no es lo que manejamos en nuestra vida cotidiana. El uso general de la palabra Iglesia se aplica de forma casi exclusiva al clero. La Iglesia opina, la Iglesia fue consultada, la Iglesia va a participar. Es en exclusiva el clero, aun en casos, como tantos en Colombia, en que se habla en un contexto de casi el 100% de bautizados. 

Pero, ¿quién es entonces en realidad la Iglesia? ¿El conjunto de todos los bautizados? Puede ser. Pero esto entonces abarca desde aquellos que reniegan de su fe y se confiesan ateos, hasta aquellos que se llaman creyentes pero viven dedicados al mundo y a obtener de él todo lo que desean, o quienes participan de la Iglesia, se consideran Católicos, van a misa y participan de los sacramentos, pero viven dedicados a los valores e intereses del mundo en sus diferentes formas aunque busquen conformar sus vidas en lo posible a las practicas de la Iglesia. Misa, comunión, matrimonio católico, etc.

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