Una Realidad, Una Verdad


"La verdad consiste en adaptar mi pensamiento a la realidad y no la realidad a mi pensamiento". 
Santo Tomás de Aquino

Esta cita es fundamental en la búsqueda de un camino cierto en la existencia para cualquier ser humano, sin importar sus creencias o su procedencia. Es tan fácil buscar ideologías que se adapten a nuestros deseos o, aún, como sucede en muchos casos, a nuestras perversiones.
Por eso es tan importante comprender que la realidad es una sola. No cambia conforme a mis deseos o anhelos. La realidad es. Más aún, casi siempre contradice mis deseos. ¿Por qué? Es sencillo: porque todos los hombres hemos tomado un camino errado, y en ese camino se ha torcido nuestra innata tendencia al bien. Se ha torcido al compás de pasiones irrefrenables, de codicias o deseos injustos, del ansia de placeres, de bienes, de poder. ¿Quién puede decir que no ha caído en estas cosas? Pero de lo que tal vez no nos damos cuenta es de que cada vez que caemos en algo de esto nuestro corazón se va desviando de la meta de realización, pureza y pulcritud original. De la invitación primigenia de nuestro ser, ese llegar a más, siempre a más, de alcanzar una plenitud total a la que nada en este mundo se puede comparar. Esos ideales de totalidad, aunque inscritos en nuestro interior, se van perdiendo, se van oscureciendo a medida que cedemos terreno, que los entregamos cambiándolos por placeres, a veces sucios, tantas veces oscuros o vergonzosos.

Claro, hay muchas formas de manejar esto. La más lógica pero también, quizás, la más difícil, sería reconocer que hemos desviado nuestro camino y corregir el rumbo. Y aceptar la realidad. Pero esto es difícil. El placer, nuevo quizás, se nos mete como fuego en la sangre; su recuerdo nos llama, nos invita, nos desvela, nos seduce, nos ciega. El deseo de repetir, de volver a sentir, se vuelve una necesidad, un ansia desesperada y entonces es más fácil negarlo todo. Pretender que no es cierto, que no existen placeres o deseos innobles o dañinos, que lo único prohibido debe ser el prohibir, que todo está a nuestra disposición: “Si lo tienes, úsalo”. Que no hemos caído porque no hay caídas. Entonces encontramos una libertad nueva. Una libertad sin límites. Pero es una libertad envenenada: Negamos el bien y del mal para poder dar rienda suelta a estos deseos crecientes que nos van deteriorando cada vez más, que intuimos, ya sin poder escapar, que nos van a destruir. Sin conciencia del mal, sin distinguir una cosa de otra, somos fácil presa de los cantos de sirena del placer que, como un amo exigente, cada vez ofrece más y da menos, obligándonos a subir la dosis hasta avanzar hacia la perversión. Nuestro corazón, nuestros deseos e impulsos, se han torcido y ya no nos guían hacia el bien sino hacia la satisfacción inmediata de deseos desviados. Se nubla nuestro entendimiento. Ya no percibimos la verdad ni la realidad. Vivimos en un sueño creado por nuestra propia mente: un sueño hecho de culpas que negamos, de oscuridades de las que huimos, de temores que escondemos bajo las máscaras de falsas sonrisas, de placeres que cada vez se nos vuelven más esquivos pero de los que ya no podemos escapar. Atrapados, invitamos a otros a seguirnos, a acompañarnos tratando de corromperlos como nos hemos corrompido nosotros, porque es la única forma de justificarnos y tratar, inútilmente, de recuperar nuestra humanidad.

Por eso la búsqueda de la verdad implica siempre corrección. Implica, como dice Santo Tomás, adaptar mi pensamiento (y mis actos, claro) a lo que honestamente voy descubriendo que me muestre mi propia oscuridad, mi perversión, mi indignidad, mi cobardía. Así en una primera instancia sienta el dolor y el miedo de ver la perversión del camino en el que he caído y el peligro inmenso en el que me encuentro.

“El encuentro consigo mismo”, lo llaman algunos. Es el comienzo del retorno de la conciencia en la medida en que acepto la realidad como es, sin torcerla ni manipularla, sin defenderme ni justificarme, aún en contra de mis deseos y costumbres, aún si la oscuridad que encuentro en mí es mayor de lo que podía yo sospechar. Es que es un camino en el que he caído lentamente, tan lentamente que casi no lo noté, como cuando un muchacho crece y los que lo rodean no lo perciben hasta que les saca una cabeza.

Luego, si uno es capaz de aceptar la realidad, encuentra la verdad. Fíjense bien: digo, “aceptar”... la realidad. Porque más que buscarla, el problema consiste es en aceptarla, en aceptar lo obvio. Y esta verdad, si no la niego, me va a guiar hacia una recuperación de mi verdadera identidad humana. Una identidad inscrita en la eternidad. A un encuentro de plenitud, a un regreso a lo total, a caminar hacia la felicidad latente en mi interior, preparada para mí desde antes de todos los tiempos. A un destino que es más grande, más total y más pleno de lo que uno puede sospechar.
A la eternidad.
Al Paraíso.
A Jesucristo.

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