La Máscara
Pienso en este mundo que nos rodea y, no sé, quizás los años me han vuelto insomne e incrédulo. Quizás así, por no dormir, he dejado de creer en las apariencias de las cosas. Sí, he dejado de creer en los hombres y en el mundo, Y al dejar de creer en los hombres he dejado de creer en sus mentiras. Ahora puedo ver lo que llevan dentro, escondido tras sus máscaras y puedo ver sus máscaras y, después de un rato, puedo aún ver lo que fingen sus sonrisas y sus palabras melosas.
Es una experiencia quizás pavorosa, cierto, y no se bien para que sirve. Es asomarse al mundo que se esconde detrás del lugar donde todos esconden lo que son, una especie de cementerio de elefantes donde tiran todo aquello que creen que ya no les sirve sin darse cuenta de que no es otra cosa que su propia realidad, su propio ser, niños abandonados de miedo y de dolor, perdidos en la necesidad de fingirse grandes y seguros, atrapados por el mundo que los consume. Para quien mira no es difícil ver sus demonios moverse en ellos, oír sus voces y ver sus ojos, verlos recorrer como dueños sus vidas de tormento y sus cuerpos corroídos de pequeños placeres y ambiciones que ya no los dejarán nunca. Puedo oír sus risas irlos guiando hacia la nada, hinchados sapos de soberbias y perversas mezquindades.
Es duro ver, siempre ha sido duro abrir los ojos. Por eso los hombres prefieren dormir. Cada gesto, cada sonido, cada palabra trae una revelación. Por eso los hombres prefieren callar y esconder y fingir esa piedad falsa que en realidad se llama envidia, se llama rencor, que se llama oscuridad y fracaso. Lo puedo ver en este mundo demolido por sus propias mentiras, en este mundo carcomido de miedo y de soledad mientras va muriendo atrapado en su miseria, guiado por dueños poderosos que lo habitan todo.
Cierto, es aterrador abrir los ojos. A veces pienso que hubiera sido mejor ser como los demás, como los demás hombres y caminar su silencio eterno hacia la oscuridad. Pero ahora veo y, viendo, ya no puedo dormir.
Pero piensen, mis amigos, piensen. Al abrir los ojos voy entendiendo que quizás la muerte no sea la muerte. El dolor, si, y el miedo, claro, aquí están, pero al ver la oscuridad puedo ver más allá, y más allá puedo ver que la muerte es, quizás, tan solo la oscura sombra de nuestros recuerdos torcidos, el insomne monstruo de nuestro propio ser y nuestras perversiones que, como a Orestes, nos persiguen para llevarnos al juicio. Hasta que nos atrevamos a mirar.
Es una experiencia quizás pavorosa, cierto, y no se bien para que sirve. Es asomarse al mundo que se esconde detrás del lugar donde todos esconden lo que son, una especie de cementerio de elefantes donde tiran todo aquello que creen que ya no les sirve sin darse cuenta de que no es otra cosa que su propia realidad, su propio ser, niños abandonados de miedo y de dolor, perdidos en la necesidad de fingirse grandes y seguros, atrapados por el mundo que los consume. Para quien mira no es difícil ver sus demonios moverse en ellos, oír sus voces y ver sus ojos, verlos recorrer como dueños sus vidas de tormento y sus cuerpos corroídos de pequeños placeres y ambiciones que ya no los dejarán nunca. Puedo oír sus risas irlos guiando hacia la nada, hinchados sapos de soberbias y perversas mezquindades.
Es duro ver, siempre ha sido duro abrir los ojos. Por eso los hombres prefieren dormir. Cada gesto, cada sonido, cada palabra trae una revelación. Por eso los hombres prefieren callar y esconder y fingir esa piedad falsa que en realidad se llama envidia, se llama rencor, que se llama oscuridad y fracaso. Lo puedo ver en este mundo demolido por sus propias mentiras, en este mundo carcomido de miedo y de soledad mientras va muriendo atrapado en su miseria, guiado por dueños poderosos que lo habitan todo.
Cierto, es aterrador abrir los ojos. A veces pienso que hubiera sido mejor ser como los demás, como los demás hombres y caminar su silencio eterno hacia la oscuridad. Pero ahora veo y, viendo, ya no puedo dormir.
Pero piensen, mis amigos, piensen. Al abrir los ojos voy entendiendo que quizás la muerte no sea la muerte. El dolor, si, y el miedo, claro, aquí están, pero al ver la oscuridad puedo ver más allá, y más allá puedo ver que la muerte es, quizás, tan solo la oscura sombra de nuestros recuerdos torcidos, el insomne monstruo de nuestro propio ser y nuestras perversiones que, como a Orestes, nos persiguen para llevarnos al juicio. Hasta que nos atrevamos a mirar.
Herza Barzatt
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